Volverse público es un análisis de la evolución del arte desde el modernismo del siglo XX hasta la contemporaneidad. La desembocadura que marca dicha evolución es, sin duda, el surgimiento de Internet. Lo que inicia siendo una crítica estética -o anti-estética– termina en un análisis social del comportamiento tras el estallido del mundo virtual. Bajo la tesis de que la posmodernidad nos condena a volvernos públicos, Groys defiende que “aunque no todos producen obras, todos son una obra”. Sin ir más lejos, todo ser humano tiene que asumir una responsabilidad estética por su apariencia frente al mundo, por su auto-diseño.
En ese “volverse público”, propio, según Groys, del ágora del arte contemporáneo, el autor va hilando su propuesta; La estética como disciplina ha muerto junto con la muerte de la contemplación. La denominada perspectiva estética derivada de la tradición kantiana, supone una actitud que se apoya en el espectador, devenido consumidor de arte, quien demanda un goce artístico. Para Groys no existen ya espectadores, somos todos parte de un sistema creador de imágenes hechas para ser mostradas. En este sentido, el libro señala la necesidad de no partir de la existencia de un afuera y un adentro del arte contemporáneo en tanto que todos somos obra y, por tanto, productores. Se deja de manifiesto la desacreditación de la vida contemplativa en pos de la elevación de la vida activa. “Lo que en un momento fue visto utópicamente como el derecho de todos a ser artistas, se ha convertido en una obligación. Mientras tanto, estamos condenados a ser nuestros propios diseñadores” (35).
El simple paseo por la ciudad, el visitar una muestra de arte, se transforma en una acción poética en sí, en una oportunidad para capturar una parte de esa imagen que queremos proyectar de nosotros mismos. Porque hoy en día, estamos siendo curadores de nuestro propio museo, y así, la praxis se vuelve poética. “Al diseñarse a sí mismo y al entorno, uno declara de alguna manera su fe en ciertos valores, actitudes, programas e ideologías” (33).
El espacio virtual deviene zona de exhibición. Un perfil que nos expone según las propias fantasías. El espacio de deseo es infinito y la autopercepción se vuelve pública: pronto nos transformamos en los referentes que buscamos. Pasamos a ser el imaginario que se desprendió del espacio expresivo propio del arte y que ahora forma parte de la auto-creación. Es un imaginario que en palabras de Appadurai, se transforma en un escenario para la acción colectiva, en donde el sujeto de la autocontemplación tiene un interés vital en la imagen que le ofrece al mundo exterior.
En un contexto donde internet amenaza con abarcar las relaciones sociales, es necesario replantearnos cuál es nuestro rol como espectadores. En este espacio virtual, el arte y la literatura no adquieren un lugar institucional. Y entre más se hacen reales las redes sociales, el exterior va perdiendo identidad colectiva. Para Augé, la sobremodernidad es productora de no lugares, de espacios que no son en sí lugares antropológicos y que, contrariamente a la modernidad baudeleriana, no integran los lugares antiguos, sin embargo, ¿Puede realmente el espacio virtual ser catalogado como un no-lugar a pesar de que para las personas, su página de Instagram, de Facebook o de Twitter representan un lugar de identidad, relacional e histórico? Sin ir más lejos, ni siquiera es necesario asistir a una galería física o un espacio de exhibición, ya que todos esos lugares son más convenientes de manera virtual; se economizan y democratizan simultáneamente.
a partir de esto, todos nos volvemos observados por este escenario virtual. Somos también víctimas de lo que nosotros hemos creado consensuadamente. Es la traducción de nuestras búsquedas y posteos hacia intereses de consumo para una publicidad dirigida. En volverse público, el cambio de perspectiva desde el espectador hacia el productor, nos sitúa en un nuevo espacio, desbordado de una dinámica, que según Groys no deja a nadie fuera. Un sistema virtual del que nadie puede escapar, participando activamente de la creación de un imaginario individual que busca ser exhibido colectivamente, ya que, sin más, nos construimos a partir de aquello que queremos mostrar de nosotros mismos.
Según avanza el ensayo, Groys se remite a los pasajes de Benjamin; en este lugar, el cuerpo del observador permanece ajeno al arte. Así, el espacio de exhibición se concibe como un lugar vacío, neutral y público, una propiedad simbólica del público. Un espacio hecho para el espectador, para la contemplación, pasajes distribuidos para observar, por eso no es aleatorio que Benjamin haga una analogía entre estos pasajes y el museo. Sin embargo, para Groys, en el mundo contemporáneo nos remitimos a estar dentro de la obra, y pasamos a ser nosotros los entes de exhibición en tanto que el espacio se torna virtual y nosotros, museo-pasaje.
Ahora bien, Groys se cuestiona la presencia de la instalación, de lo performático en el lugar del arte contemporáneo. Tal vez en el pasaje más revelador de todo el libro, Groys nos invita a pensar el potencial crítico de la instalación cuando propone que “el espectador/productor pueda reflexionar sobre sus propias posiciones al verse exhibido a sí mismo. El arte deja de ser la obra y pasa a ser un modo de vida, y la producción del artista es la documentación de ese modo de vida” (Groys, 77).
Una vitrina que amenaza con no terminar, y puede salir a la luz en tiempos anacrónicos según quien los visibilize.
La documentación del arte, abre una nueva forma de coleccionismo, en la cual se archiva no solo el objeto en sí, sino el acto de registrar lo que nuestros ojos alcanzan a ver. Instagram es un trabajo de archivística, de curaduría, de acción política, pero sobretodo de presentación personal: a través de él, construimos un currículo, y, en un mundo donde el título profesional va perdiendo cada vez más importancia, un portafolio como este se vuelve crucial.
Durante la modernidad, el museo era la institución que definía el régimen dominante bajo el cual funcionaba el arte. Pero en nuestros días, Internet ofrece una alternativa para su producción y distribución, una posibilidad que adopta el siempre creciente número de artistas. En internet, el arte y la literatura operan en el mismo espacio. Google muestra que no hay barreras. Su buscador es una licuadora de algoritmos que encuentra todo a través de códigos binarios. Para acceder a ellas, el usuario debe hacer un click. Por lo tanto, el marco se des-institucionaliza, surge un no-lugar que alberga todos los lugares posibles y se visitan a través de lo virtual. Es el rizoma que nos advierte Deleuze, el cual aparece por debajo de redes que atraviesan millones de algoritmos y se nos es desplegada una experiencia que nos remonta a ese lugar que visitamos en la infancia, a esa fantasía que hoy, de manera colectiva, se ha transformado en imagen.
El usuario no puede obviar el no-lugar porque él mismo lo ha creado.
Internet es una herramienta con un potencial de expansión infinito. Todo se reproduce a sí mismo -el capital, las mercancías, la tecnología, el arte. Finalmente, incluso el progreso es reproductivo. Las tecnologías digitales permiten un viaje instantáneo a cualquier lugar y por lo mismo, ahora el flaneur es un paseante digital, entendido como un curador que se va haciendo un mapa en la ciudad, pero permanece frente a su computador.
“Ahora, conscientes de que, con la llegada de internet, cada vez que nos sentimos tentados a hablar de la aldea global, debemos recordar que los medios de comunicación de masas producen comunidades -sin sentido de lugar-” (Appadurai, 38).
La revolución Industrial es el reflejo del consumo masivo, el surgimiento del sueño americano, del shopping, del mall, de poseer cosas. Hoy es la época de la producción masiva, todos nos volvemos artistas, creamos un personaje diseñado para satisfacer el lugar que queremos cumplir en la esfera pública, y por lo mismo, somos parte de un flujo que visibiliza el carácter del comportamiento de las masas.
Durante la modernidad, los escritores o los artistas trabajaban retirados, más allá del panóptico y el control público; en el ágora contemporánea, nos encontramos todos en una versión posmoderna de “Vigilar y Castigar”. No podemos quedar indiferentes ante la irrupción del mundo virtual, es ahí, en ese lugar, donde se están barajando las nuevas vanguardias artísticas, sirve como espacio de exhibición en tanto que visibiliza a aquellos que el mundo de la curaduría ha invisibilizado arbitrariamente. Groys propone una nueva corriente de pensamiento en donde destruye el ámbito de acción de la estética, al igual que Nietzsche destruye a Dios, ya que admite que no existe espacio para la contemplación en la medida en que todos buscan ser artistas.
Groys, nos invita a mirar al nuevo espacio público digital, como un lugar de identidad y compone una guía de hermenéutica contemporánea.
GROYS, Boris: Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea, Caja Negra, Buenos Aires, 2014.
APPADURAI, Arjun: La modernidad desbordada. 1996. Minneapolis, UMP, 2001.
AUGÉ, Marc. Los no lugares. Espacios del anonimato. 1992. Trad. M. Mizraji. Barcelona: Gedisa, 2000
BENJAMIN, Walter. El libro de los pasajes. 1982. Trad. L. Fernández Castañeda, I. Herrera y F. Guerrero. Madrid: Akal, 2013.
Isidora León (1993) es gestora cultural e investigadora en el área de arte urbano y espacio público. Se desempeña como editora general de la galería de arte urbano Metro21 y es magíster en Literatura Comparada de la UAI. Sus intereses académicos se posicionan en los cruces entre espacio público y el archivo.
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